Llegó la quinta ola y una gran parte de las explicaciones se ha centrado en acusar de la misma a las personas jóvenes por su vida disoluta, porque salen y hacen botellones. Que la proporción de contagios sube en ésta más en las franjas de menor edad, es tan cierto como que sobre los jóvenes y su comportamiento han sido continuas las imágenes y noticias que inclinaban a opinar sobre su irresponsabilidad y falta de solidaridad desde mucho antes de este nuevo repunte. No es menos cierto que se decidió dejarlos para el final del proceso de vacunación.
Este último detalle podría valer para presentar a estas personas como víctimas de una decisión y no como culpables de algo, pero hemos decidido seguir cargando las tintas contra ellos y ellas. En principio, dicha decisión se tomó por una cuestión evidente, científica, nos dicen, que no fue otra que los menores datos de consecuencias graves de la enfermedad a menor edad y por lo tanto menos muertes y hospitalizaciones (algo que ocurre en casi todas las enfermedades, es lo que tiene la edad). Podrían parecer motivos suficientes y que cuestionarlos no es de rigor, del mismo modo que, entones, no es tampoco razonable insistir en cada espacio informativo en esa imagen negativa de la juventud como un todo, sin reconocer al menos la idea de sacrificio por la sociedad esperando su turno. No es que tuvieran opciones, la decisión se tomó y no se les preguntó, igual que tampoco al resto en ninguna de las que se han adoptado, eso es cierto y motivo de más.
Sin negar lo que unos datos te dicen, no siempre es necesario recurrir a la ciencia para justificarse. En este caso, por ejemplo, habría sido posible argumentar que se empezara la vacunación por edades más jóvenes en base a que se mueven más, interactúan en mayor medida por cuestiones propias del momento vital y, por lo tanto, son susceptibles de ser vector de contagio para el resto. Tal vez, peguntadas las personas de mayor de edad, no pocas habrían argumentado que prefieren proteger antes a sus hijos que a ellos mismos; es un discurso que en otros contextos se utiliza, basado en que no se desea que les pase nada a quienes tienen más vida por delante. Pero cuando los recursos son escasos, este tipo de decisiones son muy complicadas, ninguna será buena desde el momento en que es necesario tomarla.
Se adoptó una, lo que cabría mantener en mente antes de dejarse llevar por campañas negativas basadas en generalizaciones injustas que reflejan una parte pequeña de la realidad y se basan en cuestiones terriblemente moralizantes como son lo desdeñable de los botellones que ya antes de la pandemia eran parte recurrente de la crítica a la juventud en general. Hay, en no pocos casos, un aparente aire de revancha un “te lo dije, te lo llevo diciendo muchos meses (más de un año), ahora eres tú el que más te contagias y, amigo, amiga, ya no solo puedes matar a tus mayores, también te puedes ir para el otro barrio en primera persona”. En la decisión de empezar a proteger antes a los de mayor edad, también se puede querer ver cierto sentimiento de culpa porque no estábamos preparados para proteger a los “viejos” que habíamos ya descuidado en gran medida y estructuralmente, ni al resto, porque ya antes habíamos dejado de lado a la sanidad, incapaz como se ha visto, la mejor sanidad del mundo, de hacer luego frente a la pandemia ola tras ola.
Es en estos cambios estructurales aparentemente tan necesarios en los que -sería mi deseo- tendrían que centrarse los informativos y tertulias, no en culpabilizar a los jóvenes. Serían noticias tal vez muy sosas dado que solo se podría decir “sin novedad”, todo sigue igual, si hemos aprendido algo no damos muestras de ello, y esto –sabemos- no es tan noticiable como una aglomeración impía bailando y pasándolo bien.
En la Comunidad Valenciana, en la quinta y, según parece, para prevenir los botellones, no se puede vender alcohol a partir de las 20:00 (luego han cambiado ese horario). Por descontado te lo pueden servir en una terraza, nunca para llevar, pero y si, por ejemplo, haces la compra en un supermercado a esa hora, no puedes meter en el carrito unas acelgas y unas cervezas o un vino. Sería posible consensuar que el alcohol es malo para la salud y que, como cualquier otra cosa que lo sea, debería estar prohibida de forma radical; ya lo hemos vivido antes en la historia. Mientras tanto, alguien podría cuestionarse que medidas de este alcance para toda la sociedad, destinadas a evitar que unas cuantas personas jóvenes consuman en la calle en lo que viene llamándose hacer botellón, puede ser algo exagerado, por no mencionar que posiblemente poco eficaz, aunque esté por demostrar. Al margen de esto último, cabe alegar que una restricción de tal calado dirigida en última instancia contra un grupo de población concreto resulta demasiado estigmatizadora del mismo, como si joven y botellón fueran cosas prácticamente intercambiables. Como si beber en la calle fuera un pecado mortal, ya siendo como es ilegal. Del mismo modo que si una familia se baja una mesa a la playa para cenar no debería hacerlo con vino, como es punible el que baja una neverita con unos botes de cerveza para tomar el sol, aunque no lo llamemos botellón. No digamos ya el que camina entre playeros y playeras ofreciendo bebida, este entra directamente en el infierno sin necesidad de sanción por vender a lo top manta sustancias ofensivas (pero hipócritamente altamente consumidas).
Castigar, restringir a toda la población buscando un efecto en una parte concreta y pequeña de la misma, contribuye a construir la imagen de un enemigo común -los pérfidos jóvenes- antes que sentido alguno de objetivos sociales compartidos y loables. El conflicto intergeneracional, algo que existe de una u otra forma en todas las sociedades, se profundiza, cuando el virus podría haber sido una buena forma de atenuarlo e incluso transformarlo positivamente. Tal vez en otra ocasión, en la siguiente ola.