Preguntado un experto en esto de la pandemia sobre el papel de la mascarilla en exteriores, vino a decir que nada -desde el principio- aporta evidencias sobre que sea una medida útil para la prevención. Sin embargo -añadió con cierto tono especulativo- quizás se impuso y mantuvo por su efecto psicológico, refiriéndose con ello a que así sirviera de constante recordatorio sobre la necesidad de su uso en interiores y de que estábamos ante una situación de especial gravedad.
De especial gravedad me parece que, si ello es cierto, los gobiernos democráticos se hayan avenido a jugar con su poder de imposición, sanción y control, a un juego psicológico de esta naturaleza. Cuando tras el bochorno de escuchar a un Presidente decir que veía la absoluta necesidad de volver a imponer la mascarilla en exteriores frente al último repunte como única medida y ninguna más, para luego quitarla mediante publicación en el BOE a los pocos días, y cuando vemos que hay personas que por propia voluntad la siguen llevando puesta sin estar obligadas, no podemos sino preguntarnos por los efectos y alcance de la manipulación psicológica en la población. Y, por supuesto, no puede sino surgir la pregunta sobre en qué otras cosas o con cuántas habrán y están jugando con nosotros. Es importante porque hoy las élites están muy preocupadas por los bulos, las mentiras, las manipulaciones o lo que sea que puede mover a una opinión mayoritaria e impulsar sus acciones e incluso el voto, cuando, igual que a lo largo de toda la historia moderna, quienes tienen la mayor capacidad de manipular sociedades completas programando ideas, son –lo sabemos- las élites en el poder. Dicho poder se nota –sobre todo- cuando deja de notarse como es el caso de la población que ya ha interiorizado que mejor sigue llevando la mascarilla en exteriores, aunque no sea obligatoria. Es verdad que se trata de una cosa aparentemente muy tonta, en principio no le haces daño a nadie si te la sigues poniendo, pero puede tener un trasfondo que nos indique cómo es este nuevo mundo que nos toca vivir y las innovaciones que el poder aplica para seguir pasando desapercibido mientras cada vez invade esferas más íntimas del pensamiento de los individuos-consumidores-súbditos.
Cierto periódico tiene la costumbre de publicar una especie de ranking sobre la calidad democrática de los países. La noticia nos llega a través de algunos medios de comunicación porque, según dicho informe, España ha bajado de categoría y ya no es una democracia plena, especialmente, refieren algunos, por la no renovación del Tribunal Constitucional. Si bien esto es cierto y el informe lo menciona, habla de otras muchas cosas que se omiten, una, que varios países han bajado también de categoría debido a las medidas de sus gobiernos durante la pandemia. Otra -que sabemos-, pero conviene resaltar, es la bajísima cantidad de población que vive bajo gobiernos democráticos de peor o mejor calidad en el mundo. La metodología para la elaboración de dicha lista, los parámetros o las referencias que toma, desde luego se prestan a crítica, como todo, pero no deja de ser interesante la omisión en los pocos medios que lo referencian sobre lo que aquí nos ocupa que no es otra cosa que la pérdida democrática que está suponiendo la pandemia. Los medios también juegan, quizás irremediablemente, al juego de las omisiones-manipulaciones como parte del sistema de poder de las élites.
En el Congreso hay una Comisión de Investigación sobre las vacunas. Un experto vertió sus opiniones al respecto y para lo cual había sido llamado y no gustaron, ha sido tachado de negacionista y quitado el vídeo de su participación de la página del Congreso. Al margen de criticar sus ideas e intentar contrastarlas con otras consideradas más exactas, los medios se preguntan por qué partido político lo invita y con qué objetivos, pero ven normal que su discurso haya sido eliminado. Esta forma de censura no parece muy democrática. Pero pone de manifiesto la nueva necesidad social de determinar quién es un experto o experta. No pocas veces antes en la historia se han cometido barbaridades en nombre de la ciencia, lo único que la hace un mejor instrumento humano que otros es el cuestionamiento constante de cualquier cuestión considerada cierta en un momento dado y la lucha por demostrar que la nueva propuesta es más cierta que la anterior. Y la ciencia siempre corre el riesgo de politizarse, ocurre más a menudo de lo que parece, lo vemos en esta capacidad de los medios de comunicación y sistema político para determinar quién es un experto que merece ser seguido y creído. Ciencia, medios de comunicación y política se mezclan hoy si cabe más que nunca antes y resulta tan difícil como siempre discernir lo útil de lo interesado. Existen un par de diferencias. Una pequeña parte de la población humana, si bien mayor que en otras épocas, quiere más información y está capacitada para manejarla y, por otro lado, incorpora en sus juicios la pata de los intereses económicos que complementa a la ciencia, los medios y la política. Las técnicas de control de las sociedades se complejizan, pero, al mismo tiempo, al menos esa parte de la población es más consciente de ello; si bien es un poder inútil, susceptible de generar frustración puesto que en realidad poco o nada pueden hacer esas personas con su mayor acceso a la información y conocimiento. Lo cierto es que este juego del ratón y el gato por el que necesito personas con mayor capacidad para producir en un mundo tecnologizado y a su vez más sofisticadas técnicas de control social para que las cosas no se escapen de los deseos de las élites dominantes, debe replantearse. No nos conduce a sociedades mejores y corremos el riesgo de que, en algún punto el edificio se desmorone al no aguantar su propio peso.