Estaba leyendo un libro sobre lo peligrosas que son las identidades cuando me sorprendió la noticia de otro jugador de fútbol pillado excediendo todos los límites de velocidad en el coche. El libro se titula Identidades: una bomba de relojería y es de Jean-Claude Kaufmann. Muy al contrario de lo que soñamos con la Ilustración y su base en la Razón, “la reflexividad crítica y la creatividad de singularidades personales, hoy en día todos los fundamentalismos (comunitaristas, nacionales, religiosos o raciales) se ven reforzados. Las desviaciones identitarias son una verdadera bomba de relojería”. Y Kaufmann, según va explicando lo que cree es la clave futura – abordar el tema de las identidades – menciona varias veces el fútbol, le dedica hasta un epígrafe. Es verdad que muchas personas se ven embargadas por un sentimiento de identidad nacional ante el fútbol o de otro más local, cada fin de semana, ante su equipo, sobreponiendo el mismo – si bien que sea momentáneamente – a otras fuentes de identidad personal. ¿Cómo es esto posible? Mientras, el negocio, la corrupción, la evasión de impuestos… siguen adelante a su alrededor y no muchos ni muchas parecen indignarse cuando esto debería sonarnos no sólo en la actualidad, a lo largo de la historia reciente.
Nada tengo yo en contra de dicho deporte, pero desde luego me preocupa todo lo que significa más allá de él mismo, ocupando horas y horas en las franjas más cotizadas de televisión y radio. Ni que decir tiene las lamentables imágenes que hemos visto estas Navidades de un triste Opel Corsa de la policía Nacional, camuflado, siguiendo a ese jugador que se había puesto a 200 km/h por la M-40 de Madrid.
Lamentable resulta ver cómo los modestos agentes de policía se detienen ante los de seguridad de Valdebebas como si en cualquier otra situación se hubieran frenado en mitad de una intervención – una carga policial por ejemplo – y le dan explicaciones ¡al de seguridad de la puerta! que, para más inri todavía, tiene que llamar a otro que es más encargado que él para gestionar el asunto mientras ellos se esperan pacientemente.
El ilustre jugador de fútbol no se detiene en el camino cuando va a 200 km/h, no se detiene ante las llamadas de la policía ya cuando está en la puerta, al final, los únicos que se detienen son los agentes. Menos mal que en las grabaciones al menos no se oye a la policía pedir perdón al de seguridad, pues sólo hubiera faltado. Y luego, el que le da patadas a una pelota, alega toda una serie de estupideces para no haber obedecido a los agentes como que en su país esa táctica se utiliza para los secuestros -y qué puede decir ya asesorado por sus múltiples abogados-.
Casi es peor cuando te informan de las sanciones a las que se enfrenta. Algo de dinero que es lo que le sobra, ir a saludar a un juez y poco más, el resto parece que se cachondea del asunto, sus compañeros de equipo por ejemplo; no pasa nada, ellos están por encima de todo. Igual que Esperanza Aguirre – por cierto-. Llega un momento en el que acabas por pensar que no son nadie en el mundo de ese espectáculo si no han tenido algún problema con la justicia y sido pillados a 200 km/h. ¿Estamos todos tontos? Y al día siguiente la gente se gasta porcentajes altos de sueldo mensual para ir a verles dar patadas, y los sponsor no les retiran el apoyo y dejan que sigan siendo las caras de sus caras marcas.
Y esta gente es la depositaria de grandes momentos de identidad colectiva. Escapa toda razón y efectivamente parece un mal síntoma de hacia dónde llevamos nuestra civilización.