En un reciente debate a cuatro televisado, Andrea Levy, del PP, tras mostrarse de acuerdo con la parte humanitaria del tema de los refugiados sirios, justificaba (o eso creo) la lentitud y casi inexistencia de los procesos de llegada a España por la necesidad de garantizar una adecuada integración.
Tal como en estas líneas antes ya he mencionado, no es hoy popular negarse a la acogida de refugiados, ningún partido político, ni político o política suyo, lo hará; unos por convencimiento otros porque no tiene sentido, dada la posición Europea, desgastar la propia imagen.
Por otro lado, la idea de ofrecer garantías de integración es una estrategia interesante porque pretende poner de relieve una honda preocupación por las personas que vendrían; si no somos capaces de conseguir que tengan un trabajo y una vida independiente no sería algo bueno y justo por nuestra parte. Cierto, y si eso, además, no se puede garantizar para la mayoría de personas que ya residen en el territorio, como para ofrecérselo a los que recién llegarían. Una idea así entronca muy directamente con la preocupación por el empleo y los recursos públicos que tiene una buena parte de la ciudadanía que, a groso modo, puede concederle cierta validez al planteamiento de “si no hay para los de aquí como para…”
Buscando más información encontré esta página del PP en la que Andrea Levy aparece en una imagen con el entonces Ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, mientras – parece – este hablaba de integración. Su planteamiento es que “el último eslabón de la acogida siempre es la integración”. Uniendo ambas cuestiones -entonces- acojamos primero y ya veremos en el futuro cómo va la integración, no pospongamos su llegada ante una situación dramática por lo que pueda ocurrir mañana.
Pero a mi entender, también ver la integración como un proceso lineal -de la acogida a la integración- es un error. Si aceptamos eso podríamos pensar que pase lo que pase en la acogida no importa, la integración viene después y es aquí cuando se le da más importancia de la que tienen a la lengua, los valores o el empleo en ese camino en una sola dirección. Para que se produzca integración hay toda una serie de factores que se influyen mutuamente, muchos de ellos, más de lo que se suele considerar, dependen de la sociedad de acogida y empiezan antes incluso de la fase de acogida.
En el segundo debate entre Pablo Iglesias y Albert Rivera para Salvados, por ejemplo, este último quiso establecer una diferencia entre refugiados y refugiadas que huyen de una guerra y las políticas de inmigración, en concreto la medida de retirar la tarjeta sanitaria. La figuras del asilo y la inmigración son distintas, las personas muchas veces son las mismas, pero lo que desde luego sí es dependiente es lo que se haga en un caso y en el otro de cara a la integración. En nuestro día a día social es muy difícil que distingamos en una persona extranjera si es solicitante de asilo o inmigrante, ni recurriendo a si hablan español o no, menos por el color de la piel, tenemos todas las garantías de acertar. Dada la aplicación administrativa y por lo tanto política de los convenios de asilo, son muchos los años pasados en los que personas solicitantes se quedaban como inmigrantes irregulares en España y, como recientemente se ha denunciado (en Italia por ejemplo se viene haciendo hace más tiempo) el número de solicitantes que acaban siendo personas sin hogar es significativo.
La integración es mucho más que las medidas administrativas que se apliquen, es un proceso multicausal que empieza por cómo la sociedad ve y define al otro, siendo menos de lo que se cree un proceso de pura voluntad del que llega, con fases predefinidas. Incluso el peso de las ayudas (muy escasas pero que preocupa mucho y genera cierto resquemor) es menor que el del racismo institucional. En este caso hace más daño a la integración las trabas que pone la propia administración que luego se queja precisamente de la falta de integración.
Tuvimos constancia hace unos días de que Amnistía Internacional Alemania denunciaba el racismo institucional en ese país. No son sólo las agresiones en la calle, el racismo institucional es una forma moderna de racismo, mucho más sutil que la agresión de persona a persona. En el marco de un proyecto europeo sobre asilo tuve oportunidad de reunirme, junto con el grupo de colaboradores y colaboradas, con altos funcionarios de distintos países, Alemania e Italia entre ellos, al margen de España. El racismo institucional se hacía patente en muchas conversaciones y ante nuestras preguntas, y casi siempre empezaba por el tema de la integración. La integración, torticeramente entendida, se ha convertido en una nueva excusa para estigmatizar, prejuiciar y excluir.