Resulta sorprendente ver a una mujer paseando con amigas bajarse la mascarilla para toser fuera, sin pensarlo, como un acto interiorizado. No debemos hacer de la anécdota categoría, si bien es una práctica que vemos cotidianamente en los noticieros de todo signo y en algunas autoridades cuando disparan culpas sobre grupos o comportamientos concretos.
Nos preguntamos los motivos por los que la situación de la pandemia vuelve a ser tan complicada en nuestro país y las respuestas van apuntando a que no hemos cumplido con las medidas. Siempre otros, se han juntado sin observar las recomendaciones y prohibiciones. Es de sentido común, tampoco tenemos un indicador para el número de no cumplidores, ni veces en las que al no observar lo prescrito se ha producido infección. Otras interpretaciones pasarían por negar la eficacia de las medidas, por pensar que tanta legislación y prohibición no sólo no ayudan sino que perjudican, por señalar los agujeros abiertos por la falta de inversión durante años en los servicios públicos. Ni podemos establecer relaciones causales directas ni debemos pensar en ello a fuerza de ser acusados de negacionistas. Tal vez, si en un futuro se animan, alguien hará una evaluación, algún avezado doctorando su tesis y sabremos con algún rigor.
Mientras tanto, también intuitivamente, se puede pensar que parte de la explicación está en los mensajes. Estos se han movido simultáneamente entre el individualismo y el colectivismo, la salud y la economía, el miedo y el azar, la evidencia y la superchería, la culpa y la responsabilidad, la ansiedad y la calma. Por ejemplo, si buscamos comparaciones con otros países, Trump acaba de reconocer que su estrategia ha sido la de no alarmar y con ello justifica la cantidad de tonterías que ha hecho desde su puesto, pero lo que todos tenemos claro es que ello ha tenido un efecto en la pandemia, sus mensajes han influido directamente en los resultados medidos con datos sanitarios.
Cabe, entonces, pensar, que un factor de la pandemia es la comunicación política, que no tiene que ser el único, solo que no se menciona. Y eso que sobre esta materia se estudia bastante, y las recetas se aplican, por ejemplo, en momentos electorales para intentar determinar el mensajito justo dirigido a una parte del votante lanzado por el medio y en el momento adecuados, además del ritmo de repetición necesario. O no lo han pensado o en este caso las recetas usadas para otros momentos no son las adecuadas.
Habitualmente, el político medio moderno pasa más tiempo a lo largo de su carrera dedicado a los mensajes para convencer del sentido del voto que a los que inducen cambios en el comportamiento o la idiosincrasia del ciudadano una vez gestiona. Cuando gestiona o al menos en esta crisis lo parece, creen que cualquier cambio lo pueden conseguir por medio de un boletín, una ley y una sanción, respaldados por un mensajito del tipo electoral. Y va y resulta que según su propio criterio esto no funciona y se ven en la necesidad de arremeter contra algún grupo de la población porque no hace lo que se espera, esté o no prohibido, sea o no recomendado. Nunca está en cuestión que tanto su metodología para hablar con el ciudadano como los mensajes elegidos puedan ser mejorables. E insisten.
Es posible que la comunicación política deba repensarse en general, ya se ha dicho antes y relacionado con democracias más saludables, pero en el actual contexto apunta a que siquiera es adecuada, no sirve. Quizás es que nunca antes se dedicara tanta atención y horas a la comunicación sobre un tema y que el ciudadano y ciudadana sean culpables por no estar acostumbrados.