Hoy hace veintiún años que empecé a trabajar en el Tercer Sector. Acumulo algunas goteras y factores de riesgo, y siento que va siendo hora de contármelo.
Muchos estudiamos una carrera universitaria de manera prematura. Lo hicimos porque la generación de nuestros padres, de repente, pudieron prever cierta estabilidad laboral, en muchos casos trabajando sólo el varón, lo que les permitiría alcanzar el sueño en el que sus hijos tendrían estudios y una vida mejor gracias a ello. Era una posibilidad de salto generacional, la primera vez que de tradiciones campesinas o trabajadores algo especializados, en esas familias podía haber una licenciada o un diplomado. Los planes estatales que buscaban el aumento de la productividad ayudaron, y aun así, se hacía necesario tener algo de músculo financiero, no tanto para pagar los estudios sino los años adicionales de sus hijos viviendo de la sopa boba.
Estas y muchas otras familias fueron las que empezaron a considerarse de clase media, algunos de nosotros también, aunque años más tarde descubriéramos que era una ilusión. El problema, al menos el mío, fue que algo no terminaba de cuadrar, veía demasiadas injusticias a mi alrededor, entre mis compañeros cuyas familias tenían menos posibilidades económicas o en algo tan simple como el trato del profesorado, que aún estaba muy alejado de cualquier otro viento democrático que escucháramos. Lo único que importaba entonces era que decidieras si estudiarías ciencias o letras, una carrera u otra, pero era la primera decisión que tomábamos en nuestra vida, y casi también nuestras familias.
Unos colegas hicimos un viaje a Marruecos para subir el Tubcal, un 4.000. Uno de ellos es brillante, ahora se dedica en la Universidad a algo relacionado con la cuántica, perdí su pista. Hoy parece que cualquiera que queramos señalar como inteligente se dedica a la incomprensible menos para ellos física cuántica. En el tren que nos llevaba, miraba el grueso libro de la Universidad con las distintas carreras ofertadas, él podía, por nota, elegir la que le viniera bien; siempre que fuera en Madrid porque aún becado, su familia no podía permitirse que se alejara. Eran varios hermanos sustentados por la madre. Todo nos parecía exótico, más las chicas con las que, siempre en el tren, íbamos hablando, y entre unas cosas y otras, tomó su decisión. Y menos mal, porque justo después, ya caminando por las montañas, le entró una cagalera que no había manera de cortar, y por otras vicisitudes, como que nos perdiéramos, nos vimos obligados a bajar a la civilización y volver a casa antes de tiempo. Nunca lo contamos todo.
Yo fui moderadamente rebelde, sin causa personal, ni causa en general, simplón en realidad, en parte producto de la edad, también de que algo en aquel mundo no cuadraba, cosa que descubrí después. No pude elegir mucho, ya me encaminaron hacia letras, las carreras para tontos, y mis notas luego, tampoco dieron para elegir entre varias opciones.
Durante mis años de instituto tuve siempre una novia de pega, la misma todo el rato. Yo repetí un curso, ella entró en Derecho. Ese mismo primer año me dejó, obviamente, porque la oferta de personajes menos anodinos que yo se multiplicó de golpe. Pero como en el fondo éramos amigos desde hace años, tampoco tenía muchas personas a las que contar cómo le hacía cosas a este buen hombre que a mí nunca e incluso tragué un tiempo. Su familia también dependía sólo del trabajo de la madre, eran tres hermanos, uno acabó en prisión unos años -fuera de España- por intentar pasar sustancias prohibidas. También entró en la universidad porque la becaron y aunque la nota daba para más, eligió derecho. Al tiempo creo que se dedicó a la programación informática. Un día vino encantada porque en una asignatura de primero, un profesor, había explicado las bondades del capitalismo sacando fajos de billetes de su maletín, contando las maravillas de la oferta y la demanda, y la competencia, para acabar argumentando que la única forma de que las ballenas no se extinguieran era privatizarlas. Igual de encantado -yo- comenté estas nuevas para mi teorías, las primeras que en realidad había escuchado. Fue de las pocas veces que mi padre, con su cansancio diario habitual, tomó las riendas para algo que no fueran las correcciones serias de mi conducta, para hablarme del mundo, de política. Escuché asombrado la existencia de una clase trabajadora, su lucha centenaria, la injusticia social y la necesidad de defendernos de planteamientos como el que me presentaban, que no eran otra cosa que una trampa para la democracia, lentamente en construcción, y que veníamos ya de muchos años de sufrimiento y una guerra, como para dejar que nos convencieran ahora. Esa pequeña charla me pareció como un nuevo inicio por el que encajaron algunas cosas. Tampoco conviene mitificar nada, con los años, en casa, empezaron a ver las cadenas de la derecha política y repetir sus mensajes.
Según y a trompicones acababa mis estudios, me tocó hacer la objeción de conciencia, ya no podía posponerlo más. No muchos años después se acabó la mili, pero en casa todavía me decían que tuviera cuidado que en el futuro, postulando para un trabajo, si hacía la objeción y no la mili, podía jugar en mi contra frente al empresario o entrevistador ¿cómo explicaría aquella decisión? Me asignaron a un centro de menores tutelados, de 0 a 6 años. Mi función era complementar a las educadoras y un educador, ayudar con los juegos y las tareas que los pequeños tenían que hacer. Descubrí allí otra buena parte del mundo que hasta entonces sólo veía en teoría, de vez en cuando, en la facultad. Familias destrozadas, padres y madres que no podían hacerse cargo por múltiples razones, desde simplemente económicas hasta la droga o la cárcel de alguno de los progenitores. También que ser extrajera, en nuestro país de clases medias, podía ser un problema para cuidar a tus hijos y que, desde luego, extranjera y con una hija con discapacidad mental grave podían ser incompatibles con la idea de familia tradicional. Aquella chica tenía dos hermanos pequeños en el centro, la misma familia acabó adoptándolos a ambos, te los comías, y a ella no.
Eran años de prisas, el chollo familiar tenía que acabar y me metí a estudiar varios cursos sobre inmigración que compatibilizaba con un máster en RR.HH. Esperaba de este último que algún día me diera de comer. Y no me fue complicado acceder a mi primer voluntariado, en una ONG que trabajaba con refugiados, para llevar la bolsa de empleo. Sin experiencia previa ninguna, de ningún tipo, uno de mis clientes fue un ex Ministro en su país, ahora viviendo en la indigencia y con mal pronóstico no ya sólo por su edad, sino simplemente por su condición entre solicitante de asilo y futura persona en situación irregular. Le pedí, por protocolo, el CV. Reconocida mi estupidez, las siguientes veces que nos vimos sólo quise sentarme a escuchar lo que me contaba de su apasionante vida.
Me interesa en parte, que aquellas personas prestas a usar la expresión “no somos una ONG”, entiendan algo más las cosas que en éstas pasan, porque es muy habitual en el sector, una vez tomados los palabros del mundo empresarial, usarlos dentro de un lenguaje que sólo entienden en el ese mundillo. Al final, los clientes de estas organizaciones no son las personas pobres, que no compran nada, en todo caso usan unos servicios diseñados y financiados desde instancias muy alejadas de sus vidas. Pues bien, una bolsa de empleo para personas que no tienen permiso de trabajo es algo tan cómico como suena. Con los años cambió la legislación de asilo y ahora te otorga permiso para trabajar transcurridos los 6 meses de espera a que solucionen tu expediente. Entonces no, si te concedían el asilo bien, podrías trabajar del tirón y si no, quedabas en situación de irregularidad por la que no tienes permiso ni para estar (a los poco años también restringieron el acceso a la sanidad a las personas en situación irregular y la contestación social fue mínima). Lo normal es que las personas se acaben buscando la vida para ganar algo de dinero de cualquier forma, y cuando eres pobre, vinculado a la economía sumergida, como no puede ser de otra manera en nuestro mundo de clase media. Cuando atiendes a alguien que tiene permiso de trabajo no te lo crees, al resto les pasas listados de iglesias u otras bolsas en las que se mueven, sin decirlo, todo tipo de trabajos con sus explotadores revoloteando. E intentas ajustar sus expectativas. Esto siempre me hizo una muy triste gracia.
Dada mi clara incompetencia en la bolsa de empleo, que no me comprometía a muchas horas por los varios líos en los que estaba metido (iba cuando podía) y que no me interesaban mucho los resultados sino más bien las buenas historias que me contaba la gente que veía, me consiguieron un medio trabajito-voluntariado en Bosnia, unos meses, y así también se deshacían de mi con buenas formas. Ya entonces, en las ONG, se empezaba a hablar de los resultados, había, como en las empresas, que dirigirse, dirigir cualquier proyecto y la propia organización, hacia su consecución. También como en las empresas, nunca estaba claro cuáles eran los resultados, ni a quién debían beneficiar o si eran alcanzables, pero todo un lenguaje empezaba a imponerse; los nombrecitos en inglés tardaron poco. Por supuesto a Bosnia fui cuando ya estaba en marcha la reconstrucción, sólo se estaba fraguando la siguiente guerra, la de Kósovo. Todo un aprendizaje sobre el terreno. Me fui dejando novia o eso creía yo, me mantuve, y aunque no fueron más que unas semanas, al volver, ya no quiso saber nada más de mi, pero incluso antes tampoco, descubrí.
De aquella primera experiencia me quedo con que vi, por primera vez, una realidad y dos perfiles de personas dirigiendo que luego me encontraría más veces. Los perfiles coincide que son de mujeres, ya tendré tiempo también de señalar alguno de varones. El primero era el de… mejor no pongamos adjetivos. Una de las directoras, me pidió, mi primera tarea como voluntario, que le instalara un programa de astrología. Los ordenadores de entonces eran de disquete y Ms-dos, coincidía en mi persona que, siendo chico y cumpliendo con los estereotipos, me interesaban estas máquinas. Ella era algo más que aficionada a tales creencias, se vanagloriaba de tener en cuenta las fechas de nacimiento de la gente que entraba en la ONG porque eso podía ayudar al éxito. Esta última palabra también se ha ido importando del lenguaje empresarial con los años y sólo a veces es confrontada por una expresión que lleva décadas dando vueltas: nuestro éxito es el de desaparecer como organización porque ya no seamos necesarios. En ambos casos, expresiones sin más, vacías de contenido real.
El segundo perfil es algo más complicado todavía de nombrar, se trata de la mujer de clase alta, con pasta tanto propia como de su pareja, que enfoca su labor desde la caridad y no tanto la justicia social. Esto se entiende mejor metiendo en la ecuación la realidad, por la que la diferencia de sueldo entre las jerarquías y la tropa es muy alta. Ocurre en otros sectores, en todos diría, el caso es que el éxito de éste se apoya, en buena medida, en llevar al límite de la pobreza a sus mayoritariamente trabajadoras, apoyando y complementando con el trabajo de voluntarios y voluntarias.
En un momento dado de mi lamentable periplo, estuve trabajando en una asociación muy machista, en la que sólo había dirigentes hombres, pero no sólo por ello. Dedicada a la defensa de los consumidores (feo nombre para degradar la condición de ciudadanos y limitarla sólo a quienes compran cosas), era habitual que llegaran mamados después de comer. Los trabajadores también lo hacíamos, teníamos dos horas tediosas y el trabajo era tan asfixiante que lo poníamos como excusa. Este grupo de machos muy machos estaba encabezado por uno realmente insoportable, muy mayor, que había sido profesor de instituto, creo. Todos los descalificativos hacia su persona se me quedarían cortos y encima se veía a si mismo como el último gran comunista, cuando en realidad era un despiadado neoliberal, cercano a esclavista. Filosofía era su especialidad, y es que aquí no se salva nadie. A puerta cerrada, pero lo escuchamos, esta persona dijo que en uno de los equipos había demasiadas mujeres y que había que despedir a alguna. Y así se hizo. No pasó nada, el ambiente era de tal terror que era implanteable. En ese lote de despidos fui yo también que apenas llevaba dos semanas. A las cuatro me llamaron de nuevo y como no tenía otro curro volví, y eso que el despido se produjo por watsup la noche del domingo. Ni para el despido de aquella compañera, ni para el mío ni los demás en aquel lote, había razones lógicas, sólo el poder hacerlo, ya está. Esta asociación acumulaba varias cajas de expedientes en los juzgados de lo laboral, pero su actividad continuaba como si nada, es más, crecía, y una parte de sus ingresos era de subvenciones públicas.
De todos estos años a los que me refiero es tan sólo en los últimos que se cuestiona desde el poder a las organizaciones sociales por donde más duele, las fuentes de financiación, en particular las subvenciones. No había sido habitual hacerlo en público desde que el sector comienza su desarrollo en los 80. Pese a alguna molestia de vez en cuando, la relación solía ser de apoyo y ahorro a lo público, y las tendencias políticas de cada organización se controlaban bastante bien con el reparto de dinero. En muchos estatutos de estas organizaciones es posible encontrarse la idea de colaboración y complemento de las administraciones públicas.
Una vez, llevaba varios días trabajando, casi 24 horas, en el proyecto para una licitación pública. Agotado, entré en el coche para ir a la oficina y compartir con los colegas los avances y, en la radio, coincidió que entrevistaban a un responsable de otra organización que competía por el mismo concurso. No estando ni entregado todavía, aquel hombre ya mencionó torpemente que lo habían ganado de acuerdo con el Gobierno de la Comunidad, dentro de todo un discurso sobre las maravillas a las que se dedicaban para atender a los pobres. Busqué el corte, escribí incluso a la emisora haciéndome pasar por devoto del personaje para que me lo facilitaran. Nada, nunca hubo respuesta, el corte nunca fue público y esta organización -por supuesto- acabó ganado el concurso. Vale que los concursos no son lo mismo que las subvenciones, pero tampoco es el único chanchullo que he vivido. Todos hemos conocido que una parte de la financiación ilegal de algunos partidos políticos vino de cosas como estas; incluso en lo social que se mueve mucho menos dinero, ocurrió.
Paulatinamente en el sector ha incrementado la competencia interna y el mismo nunca ha sido ajeno a intentar distinguir entre las buenas organizaciones y las malas. Una de esas formas fue la introducción de los sistemas de calidad en la gestión de las ONG. Esto se hizo mediante la presión para que en las normas, cuando presentas una subvención o una licitación, tener un sello puntúe. Es decir, que tengas sistemas de calidad implantados favorece. Con las mismas, en otra organización, he visto levantar el teléfono y tener un certificado de calidad en menos de 24 horas, gratis. Lo que no implica que algunas, las más, se lo tomaran en serio y desviaran una parte de sus dineros y personal para que unos consultores ayudaran a analizar su organización y finalmente firmaran un sello. Mucho esfuerzo para nada.
En esto de que unas personas establezcan unos ideales frente a los que comparar tu organización y hacia los que luego modificarla para tender, me quiero detener. Siendo una idea genial, no pocas personas de la tropa en las organizaciones vi que abrazaron con entusiasmo la posibilidad de cambios para mejor. A la postre todo lo que obtenían era un incremento de normas para controlar su trabajo, con la no pocas veces posibilidad de ser regañados o sancionados en nombre de la calidad. Y de paso un montón de frases e ideas relativas al conocimiento y la innovación que, desde luego, las jerarquías no terminaban de creerse, pero eran geniales para criticar a sus -según ellos y ellas- improductivas empleadas. Elaborando una vez un plan estratégico, el presidente del patronato de aquella organización que gustaba de hacerse el guay, dijo que todos sabíamos que se trataba de palabras que tenían que sonar bien para luego hacer lo que a él le diera la gana, y aun así encajara con las mismas. Históricamente no es muy innovador que los ideales de unos y otras choquen con la realidad de quien manda. Por eso siempre me han generado sospecha las personas que dicen sin pudor que es necesario, para que las cosas funcionen, que existan jerarquías, poder piramidal o jefes. No tengo experiencia en otra forma de organizarnos, sólo me limito a dudar sobre ello.
A mi vuelta de Bosnia entregué por vez primera mi tarjeta con el número de la Seguridad Social. Era un curro en un centro colectivo, un albergue para indigentes migrantes, todos hombres. Si te gustan las historias de vida, puede ser uno de los mejores sitios para que la tuya avance en las conversaciones con las de los demás. Allí conocí a la que hasta ahora es el amor de mi vida, en plena crisis del corona virus…