En el libro de James Gleick “La información”, se puede encontrar, entre otras muchas cosas, la historia de Charles Babbage.
En 1810 ingresó en el Trinity College de Cambridge. Allí las matemáticas llevaban un siglo estancadas porque todo lo que Newton impulsó se había convertido en una pesada losa. Sus métodos y formulaciones de cálculo estuvieron bien mientras él los usó, pero eran una frustración para cualquier estudiante y aun así, los profesores consideraban cualquier innovación como una traición a su memoria.
En cualquier organización existe un lenguaje propio, un sistema de símbolos que determina los límites de la misma, aquello de lo que se habla y cómo se piensa. Por un lado esto es necesario, por otro no siempre facilita el cambio o la innovación.
Babbage, siendo estudiante, se propuso utilizar el lenguaje de Leibniz, pero sobre todo hacer resurgir las matemáticas inglesas exponiéndose a que sus profesores le ridiculizaran, como a sus amigos, constantemente. Crearon un club que llamaron los Extractores cuyas reglas para evitar el exceso de cordura -nos cuenta Gleick- eran las siguientes.
1. Cada miembro comunicará su dirección al secretario una vez cada seis meses.
2. Si esta comunicación se retrasa más de doce meses, se dará por supuesto que sus parientes lo han encerrado por loco.
3. Se hará toda clase de esfuerzos legales e ilegales para sacarlo del manicomio (de ahí el nombre Extractores)
4. Todo candidato a la admisión como miembro deberá presentar seis certificados. Tres de que está cuerdo y otro tres de que está loco.
Si pretendemos cambiar o innovar en una organización es necesario permitir que se inventen primero nuevas formas de hablar de las cosas, códigos distintos y para ello lo es también que se modifiquen las reglas para estimular que ocurra. Y estar preparados para las posibles implicaciones; por eso mismo es tan complicado cambiar o innovar desde organizaciones tradicionales que tienden, como se enseña en la mayoría de escuelas de negocios, a la estabilidad, el control y el orden. La herramienta fundamental para lograrlo es la conversación que curiosamente no es nada nuevo entre humanos, pero no siempre está bien visto que se produzca en entornos laborales.
Conocí una empresa que había organizado unos grupos que llamó de gestión del conocimiento, utilizando una palabra en aquel momento de moda y que vendía de cara al exterior. La idea era que, siguiendo unas reglas muy sencillas, personas de distintos lugares de la organización se reunían para trabajar por temas, tampoco algo tan rompedor. La sencillez de las normas no es una cuestión menor, fue algo que se hizo a propósito y buscaba la participación sin reparos y la auto-organización de los grupos. Al principio se pudo asistir al desconcierto, el primer escollo vino cuando se hizo la pregunta ¿pero lo que hagamos será validado por los jefes? ¿no sería mejor que nos facilitaran un guión, unos límites y nos digan qué quieren? A todas luces esa pregunta no tenía una respuesta que se pudiera verbalizar porque en toda organización hay cosas de las que no se puede hablar, pero en el fondo todos y todas sabían que eso llegaría en algún momento y que no sería así, no se obtendría validación, como finalmente ocurrió.
No obstante, el entusiasmo fue tal que los grupos pronto empezaron a encontrar aquello en lo que querían centrarse, y cada cual a su manera se empezó incluso a dividir tareas y buscó formas de organizarse. A su ritmo aparecieron los primeros documentos, algún grupo creó una web para implicar a personas internas y externas, en fin, que quienes participaron intercambiaban cosas, mostraban su agrado general con la iniciativa, discutían y aparecieron las primeras ideas que podrían haber sido una clave para el negocio futuro. Años más tarde algunas de aquellas ideas seguían dando vueltas por la organización, otras se vieron adoptadas por la competencia que poco después había acabado llegando a lo mismo, perdiendo así la oportunidad.
Los grupos se cerraron alegando el alto coste y escasa productividad que suponían. También latía que algunas de las ideas y personas de los grupos no eran del agrado de la dirección, eso casi siempre está presente. Es muy sencillo para ciertas personalidades tender a pensar que un grupo es una potencial conspiración interna, como si la gente no tuviera nada mejor que hacer con su trabajo y su futuro.
Otra vez asistí al intento de usar, de nuevo, una palabra de moda, think tank, para crear un espacio on-line con ciertos textos elegidos a los que se podía tener acceso previo registro. El planteamiento inicial fue sometido a un grupo de personas expertas y con muy variados perfiles. Se hicieron una serie de recomendaciones que fueron rechazadas con enfado y autoritarismo porque aquí se hace lo que digo yo. El error fundamental es pensar que algo organizado de arriba a abajo, cercenado hasta en la elección de los posibles textos a comentar, controlado para que sólo se puedan hacer comentarios a los mismos, puede funcionar si lo que buscas es la creación de pensamiento innovador. No aparecerá ninguna idea nueva, nadie se atreverá a comentar ni arriesgar ser censurado si un ente superior considera que lo que aportas no tiene valor. Así es también el mundo de hoy, la gente tiene otras posibilidades de expresión y no quiere dedicar su tiempo a relaciones que no son horizontales aunque sea por escrito y a través de la red. Para eso, en algunas ocasiones, ya tienen su trabajo.
La historia de Babbage es muy interesante, repleta como está de inventos e innovaciones, éxitos y fracasos, lo que una y otra vez nos demuestra que estos últimos son parte de la clave, es necesario abrir espacios para el fracaso y hablar de ello. Para muchos Babbage es conocido por ser el precursor de la moderna computadora con su invención de la máquina de cálculo primero y la máquina analítica después, aunque esta última nunca llegó a verse construida. Lady Ada Lovelance, matemática que nunca pudo estudiar por ser mujer en aquella época, ni firmar más que con sus iniciales, se puede considerar la primera programadora; quedó fascinada por la revolución que suponían aquellas máquinas y volcó todo su talento en desarrollarlas. No obstante lo más interesante de la historia, para mí, es ver cómo ambos se las ingeniaban para crear conceptos y palabras que no existían pero que pudieran permitir explicar sus ideas y a la vez desarrollarlas.
En organizaciones tradicionales la conversación más larga que sueles escuchar es aquella sobre los horarios. Algunas han pasado varias veces de fichar y enviar las horas a RR.HH a lo que se llama conciliación (si bien que nunca termina de definirse qué es eso), con los consecuentes malestares en cada salto. Es bastante pobre esta conversación, pero desde luego te aseguras que la organización es predecible, como una máquina bien engrasada.