Hasta hace nada la alimentación se relacionaba con la salud. Ahora me falta que alguien diga que la subida de precios de los alimentos está afectando la salud de la ciudadanía.
Es posible intuir que con la escasez de dinero estamos comiendo peor. Al final del día incluso si tu deseo es alimentarte mejor, sigues necesitando llegar a fin mes. Me dirán que es posible seguir comiendo sano gastando poco, que se puede recurrir a los productos de temporada y cuestiones varias buscando sustitutos más baratos, incluso recorriendo todos los supermercados de tu ciudad. Ya -diré yo-, seguro, pero en vez de recurrir al consejito individual sobre cómo buscarse la vida, echo en falta alguna crítica sobre los perjuicios también para la salud, por la inflación y la cara dura que hay detrás de la misma.
Creo que también es difícil negar que entorno a la alimentación se ha creado en los últimos tiempos una inmensa industria con cantidad de consejeros y consejeras, especialistas, aplicaciones, por supuesto médicos, médicas, periodistas, marcas comerciales, restaurantes, chefs… Al margen del fondo científico del que pueda partir, que alimentación y salud son un negocio impresionante parece incuestionable.
Como no detecto un clamor sobre los riesgos para la salud de la inflación, tiendo a pensar que toda esa industria era y es más falsa que una moneda de cuero. Dicho de otra forma, la salud le ha importado e importa bien poco. Tampoco desde los poderes públicos, los ministerios de sanidad o consumo, por mencionar alguno, se está utilizando el argumento alimentación-salud para intentar hacer algo. Comer bien, sano, es principalmente una cuestión de tener dinero, como toda la vida. Quien no lo tiene que confíe en su genética (necesitamos obreros y obreras resistentes por selección natural), suerte o la sanidad pública. Todavía está por llegar que algún sector de la industria alimentaria se queje amargamente por las esquinas ante su pérdida de ventas, y que les hagan caso.